Mascotas, travesuras y después…

 
 
 

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Por Susana Bellido Bellido-Cummings

Quizá no solo deba ahorrar para los estudios universitarios de mis hijos, sino también para la psicoterapia que necesitarán de adultos a fin de superar los tormentosos recuerdos sobre sus mascotas y otros animalitos. Demasiadas veces, la relación de Lucas y Leah con el reino animal ha sido trágica.

Muertes hubo varias. Cuando Lucas estaba en el jardín de infantes, a pocos días de aprender durante la Semana de la Tierra sobre sus “amigos de la naturaleza”, noté que había atrapado una lagartija. La pobre estaba tiesa en su mano. En otro accidente, mientras él y su hermana correteaban por el jardín de la casa, mataron una mariposa al tratar de atraparla. Pero quizá para no enfrentar la dura realidad, decidieron que solo había tenido un ataque al corazón. Tuve que seguirles la corriente.

Cuando Leah tenía unos cinco años, nos pidió una mascota. Su papá y yo decidimos que lo más fácil era comprarle un pez. Un par de meses más tarde, notamos una mañana que flotaba boca arriba, hinchado y con los ojos saltones.

Leah lloró como una Magdalena, por lo que mi esposo recurrió a una mentira piadosa: le dijo que simplemente estaba enferma y que la llevaría al veterinario. Salió corriendo a la tienda de animales y compró un pez exacto, además de otro más pequeño. Cuando Leah llegó del colegio y vio al par nadando en la pecera, decidió que simplemente se había tratado de un embarazo difícil. ¿Quién era yo para llevarle la contraria?

El peor episodio fue cuando mis hijos vieron a un conejito caer víctima de una trampa de ratones. Al llorar en mis brazos, temblaron tanto como el animalito en sus últimos momentos de vida.

Afortunadamente, no todos los casos terminaron mal. Una vez, mi hijo decidió darle unos minutos de libertad a su periquito y lo soltó de su jaula. En ese momento, alguien abrió la puerta principal, y el animalito salió volando. Después de buscarlo por el jardín desesperadamente, Lucas se echó en el césped a sollozar: “¡No debería tener mascotas! ¡Qué mal las cuido!”. Pero al día siguiente, Lucas oyó un gorjeo por la ventana y el alma le regresó al cuerpo. “¡Goldie!”, gritó, reconociendo a su hija pródiga.

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