Mamá imperfecta pero feliz
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Antes de ser mamá, pensaba que sería fácil evitar los errores que cometían otros padres. Claro, en esos tiempos todavía no había pasado noches sin dormir ni largas tardes haciendo de árbitro entre mis hijos para que no se pelearan.
Esa idealización de la maternidad fue aplastada por la (a veces dura) realidad. Confieso que les he gritado más de una vez a mis hijos, curiosamente diciendo: “Chicos, ¡dejen de gritar!”, a lo que ellos rápidamente responden: “¿Y entonces por qué nos gritas a nosotros?”. Lucho contra los sentimientos de culpa que suelen invadir a las mamás que trabajamos porque no podemos estar en todos lados ni todo el tiempo. Es más: yo me perdí los primeros pasos de mi hijo mayor porque estaba grabando un segmento de televisión. Él no se acuerda, pero yo nunca me olvidaré de no haber podido estar allí.
La paciencia se me suele acabar mucho antes de que se acabe el día, corro de un lado para el otro y pocas veces me hago un tiempo para hacer lo que no sea un deber. A veces se me confunden los horarios de mis niños, al punto que una vez llegué a recoger a mi hija a la hora que no correspondía, ante las risas de la maestra. Y más de una vez me he quedado dormida en la cama de alguno de mis hijos cuando se suponía que yo era quien tenía que ayudarlos a ellos a dormir.
Después de mucho meditar (y también, por qué no confesarlo, de mucho llorar), he aprendido a manejar mis expectativas. Hoy ya puedo vivir con la realidad de hacer las cosas lo mejor que puedo, por más que no las haga a la perfección. La doctora Christine Carter, socióloga y experta en el Greater Good Science Center, de la University of California, en Berkeley, dice que justamente en eso radica la clave de ser padres más felices: tenemos que olvidarnos de ser los mejores. Está bien. ¿Pero cómo? Dándonos cuenta de que el ideal que se tiene de la maternidad o la paternidad, es apenas eso, una utopia. Es normal equivocarse. Lo que está mal es no asumir la responsabilidad de nuestros actos. Por eso pido disculpas cuando actúo mal, especialmente delante de mis hijos. La sabiduría consiste en reconocer los errores y mostrar cómo superarlos. El ejemplo enseña mejor que la palabra.
Y mis niños efectivamente lo han comprendido. El otro día estaba frustrada por haberme equivocado al hacer un cheque, cuando mi hija menor me acarició la espalda y me dijo: “Mami, no te preocupes, tú siempre dices que no tiene nada de malo equivocarse. Haz otro cheque y ¡listo!”. ¡Sentí que la que tenía siete años era yo y no ella!
No cambiaría mi loca vida de mamá por nada. Tampoco abandonaría la carrera que tanto me apasiona. Al hacer las paces con la realidad, me doy cuenta de que cada vez encuentro mayor perfección en la imperfección y, a la vez, más felicidad en la maternidad. —Por Jeannette Kaplun
Foto: iStock
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