Mis hijos no saben las canciones de Plaza Sésamo pero sí conocen la cultura de nuestra familia

 
 
 

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Mis hijos no saben tanto de los libros y programas populares estadounidenses como los otros niños. Sin embargo, haberlos criado bajo un sistema bilingüe, les han brindado oportunidades que la cultura dominante probablemente nunca les hubiera dado.

Por Masha Rumer / Foto: Getty Images

Mi hijo mayor comenzó recientemente a aprender el alfabeto cirílico. Es un poco complicado— y no solo porque tiene siete letras más que la latina. El idioma lleva consigo una cultura profunda con la que crecí y quiero que mis hijos la comprendan. Además, el bilingüismo y la alfabetización en idiomas extranjeros requieren una exposición regular, coherencia y muchas veces se necesita hacer un gran esfuerzo para continuarlo. Como muchos inmigrantes, quiero transmitir mi herencia pero tiene un costo: todo tiene su precio.

Esto puede ser un trabajo pesado en hogares como el mío, donde mezclamos idiomas y en el que los niños asisten todas las mañanas al preescolar monolingüe y hablar en inglés todo el día (y luego quieren seguir hablándolo en casa también). No es una sorpresa que la tercera generación, la mayoría descendientes de inmigrantes en los Estados Unidos, pierdan por completo el idioma heredado. Las actitudes que se han tenido recientemente hacia los extranjeros, como el abominable trato hacia los migrantes en la frontera, la retórica innatista y muchos estadounidenses se sienten molestos por las conversaciones en público que no están en inglés, tampoco defienden exactamente la causa del bilingüismo.

Por ejemplo, El Vecindario de Daniel Tiger. Esta caricatura de PBS es increíblemente popular entre la audiencia más joven pero mis hijos casi nunca ven el programa y tampoco aprendieron la canción sobre cómo lidiar con sentimientos estresantes. También se perdieron la lectura de Kid-lit Goodnight, Goodnight Construction Site. También llegamos tarde a la locura de “Baby Shark”. Ni siquiera tenía idea de qué hacer cuando los adultos cantaban en el patio “¡Doo doodoodoodoodoo!” mientras movían los brazos. Así que hice lo que haría cualquier persona que se respeta: sonreír incómodamente.

“¡Ese episodio de Plaza Sésamo que trata acerca del cepillado de dientes es un salvavidas para nosotros!”, podría decirle una mamá a otra mientras sus hijos juegan. “¿No te encanta?” todos concuerdan y se dan cuenta de que la canción ha sido una bendición a la hora de acostar a sus pequeños. Todos excepto yo. No es porque mis hijos no se cepillen los dientes; es porque nunca había escuchado de esa canción antes. La lección de kid-centric sobre higiene personal que conocía muy bien para transmitirla venía de un poema soviético escrito alrededor de 1925 y la verdad no decía mucho.

Desafortunadamente, mis hijos se pierden de todas estas cosas porque están en una relación aunque no exclusiva con el idioma ruso. Se identifican con el oso amante de la miel Winnie the Pooh en ruso, mucho antes de descubrir al original de A.A. Milne. Recitan fragmentos de canciones de cuna en ruso e incluso algunos improperios que debería cortar de raíz (si no fuera por mi creencia de que decir groserías es el espíritu de una lengua viva).

En su ensayo “Us and Them” o en español, “Nosotros y Ellos”, el escritor David Sedaris habla acerca de crecer rodeado de vecinos raros en la misma cuadra. Ellos, los Tomkeys, no suelen ver televisión y como resultado, no captan las referencias culturales básicas. Son extranjeros. “¿Cómo será ser tan ignorante y estar solo?” Sedaris reflexiona mientras los ve por la ventana.

A veces me pregunto, ¿somos como los Tomkeys? ¿Debería llevar a mis hijos a una biblioteca y cantar, en lugar de ponerlos a moldear letras con la plastilina Play-Doh? ¿Sería más sociable si les leo El Gato en el Sombrero en lugar de Zares o la baya poco conocida como grosella? ¿Aprender un idioma extranjero es para un niño pequeño como la filatelia, algo que las personas considerarían “interesante?” ¿Esas familias que se la pasan todo el día en el trabajo interactuando en un idioma extranjero, se pierden las cosas de la cultura principal? Tal vez. Pero, ¿los empeora? Por supuesto que no.

Hablar dos idiomas ofrece muchas oportunidades, desde ventajas cognitivas hasta ventajas sociales. También genera innumerables conexiones, un parentesco con el enorme mundo más allá del campo visual inmediato. No siempre se pueden enumerar sus beneficios pero son irrefutables. Por ejemplo, no se puede medir el valor que tiene entonar una canción popular con tu bisabuelo o mostrar el retorno de la inversión de compartir recetas multigeneracional, historias o chistes contados.

Peri también hay momentos en los que mis hijos me piden una tercera ración de borscht, que es una sopa típica de mi lugar de nacimiento. Cuando veo sus platos vacíos, me doy cuenta de que en serio les gusta. Es improbable que en sus mentes estén pensando, “En realidad preferiríamos macarrones con queso como nuestros amigos, pero sabemos lo mucho que este líquido rosado con repollo y trozos de cebolla nadando ahí adentro significa para nuestra mamá y además, cocinó un galón y medio de esta porquería, así que, ¿qué más da?” Es solo sopa pero ocurre una magia indescriptible cuando estas personitas muestran afinidad por una vieja receta familiar, en su lenguaje original, incluso si no es perfecta. Así mismo ocurrió la primera vez que mi hija escribió su primera palabra en ruso, “leche” (y dibujó una vaca torcida) y sonreía con orgullo.

Sin duda, se pierden algunas experiencias de la cultura dominante mientras pasan tiempo compartiendo con otro idioma y cultura. Pero todo es una compensación, ya sea que estemos hablando de planificación de comidas o formas de pasar un sábado por la tarde. No siempre tenemos la mejor opción. Es un concepto extraño en nuestra cultura de paternidad estadounidense plagada de culpa, saturada de clasificaciones y el miedo a perderse algo que parece acechar cada decisión. Me recuerdo a mí mismas estas cosas cada vez que me cuestiono la utilidad de las grosellas y las letras raras.

“¿Podemos leer el libro del abecedario ruso esta noche?” me pregunta mi hija, entregándome el libro de portada azul, el de 33 caracteres y añade en voz baja, “Cuando aprendamos todas las letras, ¿me comprarías un regalo?”

“Por supuesto, lo prometo”, y revisamos las páginas. No tengo idea qué regalarle a una niña que está aprendiendo un idioma que solo entenderá una fracción de personas en su universo. Pero es solo cuestión de tiempo hasta que termine la última letra y luego lo celebraremos, por razones que son realmente inconmensurables.

Este artículo fue originalmente publicado en Parents.com

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